miércoles, 12 de marzo de 2008

EL HACENDADO MALDITO

Bernat se acercaba sigiloso al puerto del pastillo. Las nubes ocultaban las estrellas. La Luna temerosa se asomaba de perfil. Todo era oscuridad. Las antorchas alumbraban los botes que llegaban a la orilla. Allí espera Plicio impaciente. Los esclavos aguardaban escondidos en el monte para el trueque. Una gota de agua se desliza por las ramas del almendro. Un aguacero torrencial comenzó, las gotas apresuradas descendían tropezando hasta llegar a una pequeña quebrada que a todo galope los llevaba al mar.
Bernat saludo a Plicio y le entregó el Mensaje de Guillo Lafayette, aventurero alemán, que venía de Suramérica. Tenía buenos contactos en la isla con hacendados criollos. Plicio había llegado a la isla con la Cédula de Gracias en 1815 y había comprado tierras en el Barrio Guayabo del nuevo poblado de Isabela. Trabajador y ambicioso tenía un par de docenas de ganado. Confiaba que sus tierras le ayudaran a prosperar. En los últimos meses había cambiado su personalidad. De día estaba irritado y nervioso. Paquita su esposa, pasaba las horas cantando y rezando el rosario que había traído de las Islas Canarias. No comprendía porque su esposo estaba tan diferente. En muchas ocasiones se escuchaba decir a Paquita, que lo que le sucedía a Plicio era culpa de los malditos maboyas.
Todas las noches prendía velas a la Virgen de las Mercedes en su altar rústico que tenía en la sala de su hogar. Plicio se montaba en su caballo y cabalgaba hacia el acantilado. Allí esperando estaba Obdulio su capataz, junto a los esclavos con la mercancía para vender.
En el pueblo; Doña Goya contaba la Leyenda del Hacendado Maldito y como su pacto con los maboyas habían afectado su vida. Tite, un muchacho bien jaiba y avispao al escuchar a Doña Goya le pidió que contara la Leyenda. Así Goya mirándole a los ojos le contó.
Plicio llegó de las Islas Canarias junto a su esposa Francisca, compraron los terrenos de la familia Arellanos. Le gustaba la ganadería y vio que los terrenos tenían buenos pastos. A los pocos años su ganado comenzó a morir. Plicio estaba desesperado, una noche se montó en su caballo y llegó hasta el acantilado que daba hacia la Playa del Pastillo. El fuego que salía de la tierra rodeo a Plicio. Tres sombras grotescas y fantasmagóricas se representaron ante él. Plicio juró lealtad y entrega de su vida por salvar su hacienda. Esa noche la tierra tembló: un fuerte zumbido se escucho en el mar.
Al otro día a la orilla de la Playa encontraron decenas de peces muertos. En la finca de Plicio fluía un manantial donde su ganado pastaba. Todas las noches se ven luces como llamas que se deslizan por el acantilado. Sombras grotescas desfilan hacia el mar y caen por el precipicio
al infierno. Llamaradas salpicando luciérnagas que agonizan por el fuego que se ve a lo lejo. Todo el que se acerque a la Hacienda pasada la medianoche se quemara y desaparecerá en la oscuridad. Cadenas que suenan como si fueran arrastrados torturan tus oídos hasta dejarte sordo. Todos los que han atrevido enfrentar a los maboyas no han regresado jamás.
Tite quedo perplejo por lo que había contado Doña Goya.
El comercio en Isabela prosperaba, refugiados franceses llegaban a nuestro poblado, pasajeros de las flotas españolas se quedaban entre nosotros. Productos como tabaco, algodón, maíz y yuca se vendían a gran escala. La capital seguía siendo un baluarte estratégico y militar. La costa norte fue dando paso a nuevos pueblos que utilizaron el libre comercio con países extranjeros para hacer crecer la economía local.
Esa tarde arribo una carta para Don Plicio. Bernat se había refugiado en San Tomás y al General Guillermo Lafayete fue arrestado en Curazao por los holandeses, por atentar un golpe al régimen español. Fueron apresados sobre 500 hombres, 6,000 fusiles confiscados y varios barcos.
Don Plicio a los pocos días enfermó, pasaba las horas en el sótano de su casa. Hermosa residencia construida de cal y canto cubierta de tejas con el techo en azotea. Las paredes hechas en tablas bien ajustadas y clavadas. La entrada y el balcón eran en piedra y ladrillos. Nunca más se sentó allí, pasó sus últimos días resguardado en el sótano. Las llamas de las antorchas se apagaron y los maboyas se escaparon por el acantilado.
Doña Goya siguió contando la Leyenda del Hacendado Maldito.

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